La profunda influencia de la Iglesia
En la Gipuzkoa del siglo XIX, la Iglesia ejercía una gran influencia. La mayoría de la población era campesina, habitaba dispersa en caseríos, y la parroquia resultaba el principal lugar de reunión de la comunidad. En ella recibía el campesinado la información, tanto las pastorales de los obispos como las últimas decisiones de los ayuntamientos o la Diputación. Cada domingo, el púlpito se convertía en la principal fuente de noticias. La palabra del cura no se cuestionaba, y los sermones, correcciones, consejos u órdenes que de él emanaban se recibían como “palabra de Dios”. Frente a las administraciones oficiales, que en gran medida se comunicaban por escrito y en castellano, el uso de la palabra directa y en la única lengua que entendían, el euskera, convertía al sacerdote en una autoridad comprensible y cercana.
Uno de los objetivos de las Diputaciones vascas a mediados de siglo fue la creación de un obispado único para las tres provincias. Hasta 1861, los territorios vascos dependían de cuatro obispados: Calahorra, Pamplona, Santander y Bayona. La Diputación alavesa llevaba ya algunos años solicitando el establecimiento en Vitoria de la sede de un nuevo obispado, con el que Vitoria pretendía revitalizar su economía tras la profunda crisis comercial provocada por el traslado de las aduanas a la costa. Los obispos que perdían su jurisdicción, sin embargo, se opusieron a su creación, argumentando incluso el peligro político de esta decisión. El obispo de Calahorra, Justo Barbagero, llegó a afirmar: “Teniendo los vascongados Obispo de su habla, Cabildo y párrocos de su habla, pastorales, sermones, libros en su habla, se aferrarán más y más a ella, tratarán de extenderla por los límites de las tres provincias, ganando el terreno perdido y haciendo de ella una lengua nacional.” Y concluía: “…y si a esto se agrega la mayor afición que cobrarán a sus costumbres, tradiciones y fueros, que en cierto modo se autorizan y sancionan, se habrá contribuido a formar en España una nacionalidad distinta, y una base de separación política para los que más adelante quisiesen invocar el principio de nacionalidad.” Pese a todos los obstáculos, las Diputaciones vascas consiguieron su objetivo en 1862.
La creación de la diócesis vasca dio un nuevo impulso a la influencia del clero entre la población. El obispado consideró necesario organizar misiones en diversas localidades para predicar contra el pecado y difundir su ideología. En su primera década organizó 32 misiones, en las que los misioneros, jesuitas y franciscanos, ofrecían misas y confesiones populares. En Mondragón, por ejemplo, en 1863 reunieron a 1.200 personas en la comunión, y en Zaldibia, un año después, a 2.500. Los misioneros cubrían jornadas de más de doce horas escuchando confesiones. Es presumible que tal esfuerzo obtuviera resultados, y que la nueva diócesis consiguiera introducir su mensaje en un momento crítico para la Iglesia.
La revolución de 1868 supuso un duro golpe a los intereses y autoridad moral de la Iglesia. La aprobación de la libertad de cultos, el destierro de los jesuitas o el matrimonio civil fueron percibidos como un ataque directo a la religión católica. Tras la expulsión de Isabel II, la elevación al trono de Amadeo de Saboya -hijo del rey que despojó al Papa de sus territorios- y la posterior proclamación de la República, no hicieron sino ahondar la herida de una Iglesia Católica “ultrajada”.
En Gipuzkoa, las Juntas Generales de Hondarribia de 1869 supusieron un cambio radical en las relaciones entre Diputación e Iglesia. Los representantes carlistas abandonaron las Juntas cuando éstas aprobaron, por un lado, la reforma parroquial que conllevaba la supresión del diezmo, y, por otro, la atribución a cada parroquia de un número de sacerdotes proporcional al de habitantes, lo que en la práctica implicaba su reducción. En Oiartzun, por ejemplo, pasaron de tener nueve curas a seis.
Tras semejantes medidas, adoptadas sin el acuerdo del obispo, la mayor parte del clero se decantó por el apoyo a los carlistas en la sublevación de 1872. El cura Santa Cruz será el paradigma de la participación del clero vasco en la Segunda Guerra Carlista. En 1873, el guerrillero guipuzcoano mantuvo en vilo tanto al gobierno liberal como, finalmente, a sus propias autoridades carlistas, por su actitud fanática, cruel e indisciplinada a la hora de defender “la causa de Dios”.
Acabada la Segunda Guerra Carlista en 1876, durante la Restauración monárquica la Iglesia Católica supo mantener su influencia sobre la población guipuzcoana y vasca en general, a pesar de haber perdido algunos de sus privilegios. El nacimiento del Integrismo, escisión ultracatólica dentro del Tradicionalismo, y la tendencia religiosa del primer nacionalismo (Jaungoikoa eta Lege Zaharrak: Dios y Fueros), son buena muestra de ello.